
Según un estudio reciente, el 68 por ciento de los peregrinos a santuarios no participa formalmente de la Iglesia Católica. Practican una piedad popular en donde las mandas y los bailes son más relevantes que la doctrina.
Difícilmente alguien convencería a Jaime Cisternas de dejar su labor de alférez del baile chino de la Quebrada de Puchuncaví. Ni siquiera un megabyte de mails secularizantes. Don Jaime le cantó por última vez a la Cruz de Mayo el sábado 4. Allí, rodeado de fervorosos devotos le pidió a la Virgen por bienestar y cosechas. De pasada le rogó, con voz en falsete y en perfecta estructura de cuarteta, que a los curas pedófilos los quemara en su maldad. Religioso como su pueblo es don Jaime. Una manera de relacionarse con lo divino que esquiva la misa dominical, las confesiones y la participación en pastorales, pero que revela una fe profunda. Una fe que vista desde fuera se tambalea en un precario equilibrio entre lo oficialmente aceptado y creencias que rozan lo mágico. Religiosidad que no sólo es patrimonio del pueblo menos educado. Basta recordar cuando en 1985 Miguel Ángel Poblete - desafiando a la jerarquía eclesiástica- repletaba un santuario prometiendo visita mariana. Hasta rayos láser incluía la ceremonia. El mismo joven que tuvo a medio Chile con pescaditos de papel a la entrada de la casa y que tiempo después cambiaría de vida, de sexo y de fe. Un caso extremo, excepcional y si se quiere cómico, pero ilustrativo de un sentimiento bastante más vigoroso de lo que los espíritus secularizantes quisieran. Ésa es la razón para que la Santa Sede, a través del ministerio que el cardenal Jorge Medina encabeza, publicase hace unas semanas un "Directorio de piedad popular". El primer documento vaticano que expresamente aborda el tema. "El directorio sigue la línea del Concilio Vaticano II: entre liturgia y piedad popular no hay oposición, son realidades complementarias en la vida católica", afirma el cardenal.